La Semana Santa es una sacra afición edificada sobre la camaradería de lo trascendental: cuando se juntan dos o más (a comer y a beber) en mi nombre, allí ando yo. Lo cual no deja de ser curioso porque el ágape con selecta nevería constituye la mayor expresión del amor fraterno. Cómo será la cosa, que la barra de chapa no es exclusiva de las cofradías. Hasta la ortodoxia neocatecumenal de los seguidores de Argüello están abonados al yantar como expresión de amor.
La cuaresma es el arranque del invento. Cuarenta días de reencuentros para, sobre todo, comer y beber. La penitencia va por dentro, indudablemente. No hagáis como los hipócritas que rezan en las esquinas y van tocando la trompeta cuando dan limosna. Vosotros orad en lo escondido porque Dios que ve en lo escondido, os recompensará. Recordad que vuestra heredad no es de este mundo sino de aquello que os espera en la Arcadia. Vosotros vivid y disfrutad de esta ocurrente penitencia. Disfrutad del invento.
Invento, digo, porque lo que conocemos como Semana Santa es un invento de ayer por la mañana. Una sugerente celebración que atiende a la regla del historiador Eric Hobsbawm: la invención de la tradición. Así que la próxima vez que alguien aluda al hecho antiquísimo e histórico de algo relacionado con la Semana Santa, podréis decirle aquello de «¡paparruchas!». Si acaso, lo único histórico en este invento es lo de poner los santos en la calle. Lo demás, todo, absolutamente cuestionable y radicalmente contemporáneo. Pocas cosas modernistas, históricamente hablando, existen en la fiesta.
Sin embargo, es nuestro invento. Ni de los curas ni de los políticos. La Semana Santa no la hacen los párrocos ni los ediles de ningún ayuntamiento. La Semana Santa la hace el que limpia la plata y el que carga el trono. El que pone las flores y el que borda los tejidos. El que canta y que se mete en la fila con la vela. La Semana Santa es de los que estuvieron y de los que están, también de los que estarán. Es el invento del pueblo andaluz. Celebremos, comiendo y bebiendo, la llegada del invento que dura un suspiro.
Daniel Marín
