Si las mujeres no hubiesen tomado el capirote allá por los 70-80, las bandas tendrían que ponerse de acuerdo para tocar al unísono en el recorrido oficial porque todas las cofradías juntas ocuparían la no despreciable longitud de 5 metros en línea. La Málaga Nazarena se escribe fundamentalmente en femenino, infantil (cuando no ambas cosas) básicamente porque el trono era cosa de hombres muy hombres (ya me entienden). La luz y la penitencia eran el único lugar donde tenían cabida las hermanas -más allá del camarín y alguna cuestión administrativa o de archivo-, reflejo de una sociedad donde penalizaba no hacer pipí de pie para según qué cosas, que solía ser casi todo.
Como los cortejos solo interesan a la beatería y al orgulloso colectivo, a la historia pasarían los desinteresados hermanos que apartaron de los varales a los forzudos de pago. Gente del puerto que solventaba la papeleta de cargar moles por un módico precio y cuyo engagement (toma ahí) con la cofradía rozaba el cero patatero.
Con esta nueva crisis que tenemos sobre nuestros capirotes, la apertura (qué magnánimos semos) a los varales de mujeres más allá de los traslados, creíamos haber encontrado la solución a nuestros males. La mujer de trono llenará las calvas en los varales, nutrirá las filas de nazarenos, pagará las cuotas que no se pagan y limpiará la “plata” que se amontona en albacería. Porque la mujer una vez más acudirá al rescate de las hermandades ahora que reina el desapego masculino.
Lo que ocurre es que quizá, solo quizá, entre las tallas mínimas, las listas de espera, los mejor en el submarino, aquí no que pesa mucho, mejor de acólita -bueno de acólita tampoco que está mal visto en según qué sitios- las hemos aburrido y eso no hay quién lo recupere.
