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Lola

“Buenas tardes, mis queridos hermanos y familiares venidos de toda España para este día grande. Saludo con todo mi respeto al tío Tomás, que está aquí presidiendo la mesa del convite, y que ha venido con todos los Vargas de Barcelona. Saludo también al Sr. Cura, D. Benigno, que va a compartir con nosotros este día tan bonito. Saludo a los padrinos, Francisco de Paula y Filomena, que han llevado a mi niña a la pila. Y a la madre de mi yerno Bartolomé, señora Juana, que Dios la bendiga. Mi yerno es desde la boda mi hijo, el que tanto me respeta, que el Señor, el Rey de los Cielos lo bendiga, que le dé mucho trabajo, que le dé mucha salud. Y a mi hija Lola, la madre de la criatura, que siga siendo buena mujer, tan buena como hija mía ha sido. Tesoro mío, que el señor en su infinita misericordia te bendiga y te colme de bienes, de salud, de respeto a tu “marío”, y de amor a tu gran familia, sobre todos a los mayores como te enseñé, que te bendiga con muchos hijos. Y que los eduques bien. Que la virgen te guíe por camino derecho, para que hagas de esta niña una buena mujer, una buena persona, una buena cristiana, tan buena y honrada como eres tú, como era tu madre y como era mi madre.  Te quiero mucho, hija mía. Te quiero más que a mi vida. Te quiero, Lola mía. Tú me has devuelto la luz del sol que me alumbrará lo poco que me quede de vida. Tú me has traído lo más bonito del mundo que es mi nieta. Esta niña tan preciosa que tiene tu carita de cuando tú eras chica. Qué tiene la carita enterita de tu madre, que en paz descanse. Esta niña que va a ser todo arte, qué mira que hasta llorando parece que canta por soleares. Que va a ser toda ella luz, un ser de luz, como lo eres tú, hija mía, como lo fue tu madre, como lo fue mi madre. Mi Lola, mi niña, el fuego de mis ojos, tan chiquita, tan morena, más pura que la azucena. Qué solo te acaricien pétalos de rosa. Qué Dios te cuide de las espinas. Y qué tus ojos, que tanto brillan, chiquitina mía, contemplen lo más bello del mundo que yo desde hoy te ofrezco. Mi niña, mi tesoro, mi lucero, que los ángeles te cuiden, que Dios te bendiga, que la Virgen de los Dolores te acune siempre en tus brazos. Viva mi niña, viva mi Lola”.

 

La niña Lola, la mujer Lola, la abuela Lola, en esta mañana del Viernes de Dolores,  casi amaneciendo, sin sentir el frío que aún engaña a la primavera, va caminando por las estrechitas calles de esta ciudad del Paraíso, rauda, ligera, entre rezos por entre el silencio aún adormecido en las esquinas. Hoy no se para a leer los nombres como hace siempre: el de esa señora de su barrio, el de ese niño, angelito tan chico, el del muchacho de la panadería que salió de trabajar y aquí terminó. Hay tantos que a veces se recrea en leerlos, en releerlos mil veces sintiendo ese hilo que es la vida que se corta cuando Dios saca sin avisar sus tijeras. En esta ciudad donde suspira el viento, maúllan los gatos de las nuevas camadas que corren al verla, animalitos, e incluso los espigados árboles parecen entonar monocordes, un ligero susurro que en la paz del lugar adormece. Ella va con un cubito y un trapo limpio dentro. Ese cubito verde, de cuando su Lola, la más chica, hacía castillos de arena en la playa. Lo llena de agua. Pasa una señora también madrugadora en este viernes. Se saludan con un buenos días afectuoso. La pobre, que solita está. Y con el ramito de flores en la otra mano se acerca a su destino. “Hoy os traigo poquitos claveles pero os dejo el corazón como siempre”. Y limpia la lápida afanosa. Qué reluzca sobre todo hoy. Esa lápida blanca sobre túmulo de azulejos grises. “Los nombres qué brillen al sol de la tarde”. Y los tres nombres grabados reciben la caricia de sus manos ya sin rastro de polvo. “Tres cubos de agua he traído de la fuente, no os quejaréis. No veas el barro que ha dejado la calima”. Besa los nombres grabados en mármol con sus labios encadenando padrenuestros, y guardando el cubito en el hueco que deja el rosal que plantó su padre, se marcha, no sin volverse varias veces para ver como se eleva la cruz que las cobija. Lola, Lola y Lola. El nombre de su casa, la raíz de todo lo que es ella y los suyos, la madre de todos, el de la Madre de Dios. “Adiós, vidas mías”.

Al salir a la calle se recompone. Respira hondo, se retoca el pelo con las manos. El coco bajo está en su sitio, los aros de oro, perfectos, seguro que relucientes. La medalla de la Virgen de los Dolores y la cruz, en la cadena del cuello que no se le ha enganchado en ningún sitio. Sus zapatos, de taconcito bajo, limpios de barro. Su falda de medio luto, a ver esa mancha de tierra, se pega dos manotazos, perfecta. Vuelve a andar con esa altivez innata que no molestó nunca a nadie. Se siente segura, incluso guapa. Y se ríe por ese arranque de coquetería a sus años. “Qué de años, chiquillo… pero aquí estoy, de pie, gracias a Dios”. Y desciende la cuestecilla del Patrocinio y de pronto ya está la vida allí, en Capuchinos. Es un día de prisas porque quiere hacer muchas cosas y antes de las 4 de la tarde quiere recogerse. Y ahí va ella erguida, la cabeza bien alta. Se ve de pronto, al doblar la esquina, ese bullicio de la gente que va rápida a trabajar, los niños de las manos de sus madres camino del colegio, esa motillo del muchacho que va tarde a la facultad y que cruza sin mirar. Ella se compadece, va pálido, tendrá un examen. Las mujeres que en parejas van con los carritos al mercado hablando de las suegras. El hombre que vende los cupones y se mete en su kioskillo dejando la puertecilla entornada, confiado. El de la droguería que mete cajas de laca y varios paquetes de gomina para que el domingo todos los vecinos brillen como una patena con su ropa nueva, cuando salgan las dos cofradías del barrio. El ciego que pasa y casi tropieza, el perro guía ladra a Lola asustado y él lo calma con una caricia. “Animalito”. Ve vecinos limpiando las fachadas marrones, otros las encalan, mujeres que riegan sus macetas. “No me mojes, cariño mío”. La vecina no la ha oído y sigue canturreando. Se cruza con el cartero, con el cobrador del Ocaso que van tan en lo suyo recontando recibos que no ve a quien siempre le paga la primera, que al de los muertos se le saca de la paguita el dinero nada más sacarla del cajero. Uy casi se cae en esa zanja que están tratando de cerrar para hacer transitable la calle y puedan pasar los tronos. “Hay que ver, siempre estáis de obras”. Los muchachos no le contestan, tienen prisa, vendrán los del ayuntamiento a media mañana. Si ella no fuera mirando desde lejos a ese muchacho tan mono que está colocando el repostero que ha bordado durante el confinamiento para que luzca en el balcón. Ni a ese otro que va cargado de palmas blancas camino de la casa hermandad. Un mensajero con una caja enorme casi la pisa. “Los pobres corren tanto que ni ven”. El de la farmacia, toda la noche de guardia, saluda al panadero. Dos niñas de la mano vestidas del uniforme del colegio, oliendo a vainilla, caminan con sus mochilas a cuestas. Dos curas vienen hablando, con sotanas, como los de antes. A uno de ellos le conoce. La mira con cierta sorpresa y le sonríe. Qué le gusta un cura con sotana. “Adiós, D. Francisco”. La cafetería llena de gente, huele a churros. Los abuelillos se sienta al sol y piden ración doble que hoy es festivo.

¡Cómo ha clareado el día, cómo el cielo se ha vuelto de pronto de ese celeste de la Inmaculada, cómo los naranjos han explotado en flor, qué olor más rico el de la Semana Santa! Y al aspirar profundamente toda su alma se vuelve flor.

Tras esta aventura urbana llega por fin a la puerta de la Iglesia. Sorprende que no chirríe al entrar hoy. “Le habrá echado aceite por fin el sacristán”. Y allí está Ella. Y nuestra Lola, la que venía casi presumiendo en su medio luto en esta esplendorosa mañana de Viernes de Dolores, se siente otra vez, como siempre, muy chiquita, casi avergonzada y tímida ante la Madre. “Ay, Virgencita”. Se arrodilla.

La Virgen la espera como cada viernes la esperaba. Ahora, cosas de la vida, ya la espera una vez al año. La alegría y la confianza es la misma. Ahí está enlutada la Madre del Redentor. Hoy, festividad grande, el negro se ha cubierto de flores bordadas, que no le restan solemnidad ni elegancia. Las flores caerán marchitas en siete días ante el sepulcro ya sellado. Pero hoy aún no es Viernes Santo y es día grande en la Parroquia. Sus manos extendidas la reciben, casi se tocan sus dedos, y los ojos se elevan a Dios implorantes. Ella la ve tan hermosa como cuando por primera vez su abuelo la llevó al fanal que la guarda. Como cuando su padre le hizo la foto a sus plantas el día de su comunión. Como cuando le dijo el sí quiero a su esposo y colocó su ramo de azahar sobre su altar. Como cuando les llevó hijos recién bautizados. Tan bella en su agonía dolorosa, como cuando la recibió desconsolada tantas veces en esos días de tristes despedidas. La Virgen, siempre presente en su vida. La mira con embeleso.

“Virgencita de los Dolores, Virgencita de mis amores, flor de las flores, orgullo de mi casa, la que nos esperas en el cielo, salud de los enfermos. Paz y amor. Benditas seas María, Madre del Redentor. (La mira un ratito callada) Ay virgencita, cuántas cosas hemos vivido juntas, cuántas cosas te he traído hasta aquí, te he pedido a ti, te he dado a ti. Ya me dijeron que ser madre tan niña no era fácil. ¡Cuánta razón! Ya me anunciaron que sufriría casi como la Virgen María. Qué el amor es algo tan grande que también duele. Virgencita mía, cuánto sabemos las dos de espadas. ¡Siete! Cuando me fui de tu lado y nos fuimos a trabajar tan lejos de ti, puse tu rostro enmarcado para verlo al despertar antes incluso que a mis niños en la cuna. Cuando se perdió mi chico en aquel mercado, y yo solo sabía decir: “Vierge Marie, trouve mon enfant”, para que me entendieras también allí, agarrada a la estampita de tu cara. Y cuando mi mayor cayó, por tres veces cayó en ese infierno, y yo le contemplaba sin saber que hacer en esa calle de amarguras dándole todo lo que pude, pobrecito mío. Hasta que un día lo encontré yacente, con los brazos en cruz, llagado, los ojos entornados, y me volví loca. Le acuné como si aún fuera un niño, ese cuerpo todo huesos, sin vida, lo abracé y besé mil veces hasta que me lo quitaron de mis brazos. Cuando lo enterré lo hice pensando en ti. Ay, virgencita, cuánto sabemos las dos de penas y angustias”.

“Ruega por mis hijos, señora mía, luz de mi vida, rosa de mis días, azucena bendita. Mi vida siempre ha sido para ti. Cuídalos y a mis nietos, te lo pido madrecita, que yo ya no puedo como siempre hice. Ay, Virgencita que estás en la puerta del cielo, donde todos te esperan para mostrarnos al Señor, acuérdate de mí”.

“En la salvación que todos esperamos, sé tú la Mediadora; en los miedos y en las dudas, sé tu siempre la guía. Virgencita de los Dolores, que inmenso amor siento por ti, señora mía”,

Lola sale nuevo a la calle. Vuelve a desandar el camino. Pasa por el taller de su hijo Paco. Está muy liado, no quiere que pare. Pasa por el colegio, sus nietos corren por el recreo. Les tira besitos pero no la ven. Pasa por la peluquería de su Lola. Allí está poniendo rulos, hay algarabía en estos días de vísperas. Se la ve cansada bajo la mascarilla pero la oye reír. Después, a la noche, cuando todos duerman, para no molestar, la llamará.

Lola, nuestra Lola, siente el calorcito del sol de la tarde y esa luz que tanto le gustaba cuando le sacaban fotos. Vuelve contenta a casa, casi volando, flotando, con lo cansada que estaba últimamente, qué bien le vino venirse al otro barrio.

“Lola, Lolilla, qué guapa estás hoy, el día de tu Santo”. Su marido la recibe risueño, lleno de felicidad y la besa en la frente. Y su niño grande, tan guapo como fue siempre, le regala una rosa de las que plantó el abuelo.

Ya está en casa, la del patio del Purgatorio, número 7. Son las 4 de la tarde, suena la campana de la puerta.

SALVADOR DE LOS REYES

 

 

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