Por Salvador de los Reyes
Pongamos que no conocemos su nombre, la llamaremos simplemente ella. Calculamos que más de 30 años no tiene. Estatura media. Aniñada. Luce una media melena castaña clara, algo revuelta, no para de tocarse el pelo como en un tic nervioso. Está escasamente bronceada, nada maquillada. Tan solo un poco de protección labial para evitar dolorosas grietas ante el frío desolador de su nuevo pueblo.
Nos la encontramos deambulando, por el nuevo universo en el que, figurilla frágil, ha sido colocada. La vemos por anchos pasillos de paredes forradas de damasco verde cubiertas hasta los techos por cuadros de antepasados de esta noble casa. Rostros en su gran mayoría masculinos que la miran atentamente mientras se asombran en la eternidad de sus gestos. Las pocas mujeres que aparecen tienen una plaquita que pone “camarera mayor” y los años de “mandato”. Se topa también con vitrinas de valiosas y recargadas hojas de madera tallada y cristal que custodian todo un conjunto de enseres de plata, minuciosamente colocados, limpios hasta el extremo, que brillan con luz propia en esa casi oscuridad verdosa por la que camina. Tiene frío, todo es tan enorme, que se abraza a sí misma con su rebequita celeste que parece estar confeccionada en papel de seda en vez de en pura lana virgen.
-Portapaz, plata de ley, siglo XVII, anónimo.
Le ha sorprendido el nombre del objeto en cuestión y como la vitrina está entornada, lo coge con sus manos. De pronto el pasillo empieza a alumbrarse paulatinamente desde su espalda pegando un respingo que hace que por poco la pieza noble no se le resbale.
-¿Qué hace a oscuras? Puede tropezar, romper algo o hacerse daño. Llámeme siempre, estoy a su servicio, no lo olvide. Ah, le ha gustado el portapaz. Devolvámoslo a su vitrina, a su sitio exacto, así, perfecto. La camarera mayor lo adquirió en un anticuario de Londres.
La vemos unos meses antes. Acaba de terminar la décima ponencia sobre la influencia del regionalismo en los enseres de las hermandades “de verde” de la archidiócesis. Ella se ha limitado a bostezar ligeramente durante las cinco horas que lleva allí con Doña Herminia y aún le duele el pellizquito de monja que le ha tirado la octogenaria.
-Niña, más respeto, no seas burra. No te toques el pelo. ¡Mira qué pintas!
Ella calla, agacha la cabeza y mira en el programa los títulos de las diez comunicaciones restantes. Preferiría mil veces haber ido al balneario como la cuaresma pasada, donde Doña Herminia pudo recuperarse de sus tres neumonías a fuerza de vapores para así estar ágil y activa de cara a la Semana Santa. Mintió incluso en el pueblo diciendo que estaba de ejercicios espirituales. Tan mayor esas mentiras son veniales.
-Pero tú no mientas nunca y menos a mí.
En uno de los descansos fue a buscar la insulina de la señora que tenía antojo de dulces y chocó en las escaleras con un hombre desconocido. Lucía traje oscuro, camisa blanca y corbata negra. En la solapa ostentaba un escudo heráldico en oro y brillantes. Nuestra amiga no estaba muy puesta en cofradías de la provincia. Simplemente trabajaba cuidando a una anciana. Él le pidió perdón con una amplia sonrisa que hizo que se le desbocara el corazón.
-Niña, ahora va a intervenir el hermano mayor de la Archicofradía del Vero Icono, la más antigua del mundo, de un linaje de tanto abolengo que lo acercan hasta Fernando III. Fijáte en sus pómulos, igualitos a los del cuerpo incorrupto del santo que atesora la Metropolitana. Pero ni se te ocurra mirarle a los ojos. No me dejes en ridículo.
La comparación le dio repelús.
-Mira bien, niña, lo que es la clase. Por lo menos puedes ver a estas personalidades de cerca, inalcanzables para una muchacha de pueblo como tú, gracias a mí. Y encima tan desagradecida… No sé qué voy a hacer contigo.
Saludó al respetable como mandan los cánones y se dispuso a hacer una introducción de la extensa historia del Vero Icono de su Legendaria Archicofradía. Pero al ver a aquella chica con cara de frío, asustada y quieta como un pajarillo, cabizbaja, perdió el hilo del argumento. Había tropezado antes con ella, le dio hasta un breve cosquilleo de gozo ver sus ojillos celestes y su rostro ovalado y pálido. Y de pronto allí estaba frente a él. No sabía como seguir, le sudaron de golpe las manos, mojó los papeles impresos.
-Se fundó la Institución nazarena más antigua del Vero Icono. Y así hasta la actualidad.
Los miembros de la Real Academia, organizadores del acto, elevaron las cejas sorprendidos al límite por lo escueto. Los demás hermanos mayores se alegraron de lo concreto de la exposición sedientos de esa cerveza fresquita que ya imaginaban cayendo del grifo helado del hotel de cuatro estrellas donde se hospedaban.
-Niña, este hombre está fatal desde que desapareció en el río la camarera mayor, su prometida desde niños, el día antes de la boda.
Ella sintió de pronto alegría ante tal desastre. Y sintiéndose culpable fue a por un vaso de agua para tragarse el pecado.
-Hola, soy Máximo.
La carretera que separaba el desvío de la autovía del pueblo era sinuosa, con tantas curvas que si ella no fuera tan llena de dicha, hubieran tenido que parar en la número quince, donde había un pequeño mirador en el que todos los turistas se apeaban para vomitar. Una curva más, y otra, y otra más y allí estaba, de pronto, como una aparición reluciente el pueblo señorial que albergaba la Legendaria Archicofradía del Vero Icono, la más antigua del mundo. Se elevaban a lo lejos dos torres, distanciadas, de casi el mismo estilo y altura. Máximo calculó bien la hora de llegada, previo al almuerzo, y quitó la capota al coche para que todo el mundo pudiera contemplar a su esposa. Ahora sí sintió el vértigo que antes no le provocaron los precipicios sin apenas quitamiedos de la carretera. Ojos como cuchillos miraban a la muchacha de rebequita celeste y sutil collar de perlas que venía con el hermano mayor. Las noticias en un pueblo señorial como ese también corrían veloz vía whatsapp.
-Se ha casado con una.
Y se abrían puertas y persianas, descorriéndose cortinas verdes. Otros balcones se cerraron con brusquedad sin dejar ver sus bellos rasos morados. Los abiertos se llenaron de curiosos que casi pisoteaban las macetas de romero. Los cerrados, dejaban en libertad de la brisa las flores de lavanda de los tiestos. Al paso del coche por aquellas calles, las más viejas se hablaban al oído, las de pañuelo verde al cuello a las del pañuelo verde, las de bufanda morada a sus similares, estas en cambio vueltas de espaldas hasta dejar de oír el motor del descapotable. Las más jóvenes, con pulseritas de tela verdes o moradas, la miraban con sorpresa, envidiosas cuando él le acariciaba el pelo desbocado por el aire de finales de enero.
-Vaya pinta, la nueva “doña Máxima”.
En la puerta del templo basilical estaba la junta de gobierno en pleno y las camareras. Medallas de plata colgando de cordones verdes, ellos; lazos del mismo color, las mujeres. Ella agarró con fuerza el ramo de novia, ya levemente marchito, y salió del coche. Entre los frisos de cabezas que hacían pasillo a los recién casados surgió doña Perpetua. Con vestido de paño verde botella, tan oscuro que parecía negro, de pies a cabeza. Pelo recogido. Trenza a modo de diadema. Verrugas en barbilla, nariz y frente. Manos juntas. Sonido de manojo de llaves.
-Señora, soy la sacristana, guardesa y capillera perpetua. Aquí me tiene a sus órdenes.
En la casa hermandad de los cuadros vigilantes, de los pasillos amplios y salones enormes, donde Doña Perpetua andaba a pasos mudos, le indicaron a la neófita cual era su despacho. ¡Un despacho! Mientras el marido se pasaba el día en sus tierras, en su fábrica de mantecados, en sus bodegas, degustando con deleite sus chacinas antes de ser distribuidas por Europa y controlando como embotellaban el aceite de mayor calidad del país, ella se sentaba por la mañana ante la mesa noble, admiraba los grabados antiguos que llenaban en horror vacui de las paredes y leía los tomos de la historia de la Legendaria.
-Una camarera mayor debe empezar por conocer la historia, antes del nombramiento, si Dios quiere… Del resto me ocupo yo.
Recibió a los pocos días por parte del secretario la bendición papal y una carta muy efusiva y cariñosa del prelado a la que quiso contestar por sí misma. Buscó folios en los cajones de la mesa y fueron apareciendo cajas de papel estucado de gran calidad, sobres, libretas, siempre con el membrete R. Del Vero Icono, Camarera Mayor.
-Señora, las cartas las escribe el secretario. Así lo ordenaba la camarera mayor y todas sus antepasadas. Usted limítese a leer la historia.
Cada día era más gélido, por la excusa de doña Perpetua de que el planeta se moría por culpa de las inconscientes frioleras que necesitaban calefacción 24 horas,
-La camarera mayor nunca tuvo frío. Usted debe desayunar más. Beba vino. Y no se abrigue que es peor.
La camarera mayor, la camarera mayor, la camarera mayor… retumbaba en sus oídos provocando el aumento de su inseguridad y su hipotermia. Cuando el marido volvía a la caída del sol se la encontraba temblando arropada en una manta de viaje con las iniciales bordadas R del V. I.
-Ella es un poco excéntrica pero te será de gran ayuda. Estos pueblos son muy cerrados y muy tradicionales y tú ahora eres aquí una personalidad. Ve aprendiendo. Hazte poco a poco con la casa. Recuerda que a falta del nombramiento oficial eres la camarera mayor del Vero Icono. Pero sobre todo sé tú que así te quiero yo y te querrán todos. Y manda poner la calefacción, no le hagas caso.
Una mañana se oyó un golpe fuerte en otro ala de la casa hermandad. Quizás una ventana mal cerrada. ¡Qué frío! Algo de lo que allí se guarde podría correr peligro. Caminó con paso raudo temiendo un desastre sin encontrar los interruptores de la luz. Al girar el pasillo, en la penumbra, le sorprendieron los ojos brillantes de un ángel de mármol que, sobre el dintel de la puerta tallada, parecía impedir entrar en la estancia con su mano derecha extendida mientras que con el dedo índice de la siniestra invitaba al silencio.
-Desde que llegó quiso entrar aquí y no me lo dijo, pase.
Doña Perpetua había llegado tras ella con sus pasos gatunos y sin dejar sonar el cascabeleo de las llaves.
Abrió de par en par las puertas y encendió las luces. Una inmensa vitrina estaba en el centro de la estancia custodiando el tesoro de la Hermandad: el paso de palio de la Dolorosa del Vero Icono. Un espectacular respiradero de plata con imaginería en marfil recorría su perímetro desde donde pendían los faldones bordados en su totalidad. Doce varales de plata, súper esbeltos y gráciles, sostenían un palio verde prácticamente coagulado en oro. La peana que elevaba a la Virgen cada madrugada del Viernes Santo era una nube brillante cuajada de ángeles. Las jarras, la candelería de plata, la imagen de la entrecalle, los candelabros de cola, todo en general parecía vibrar sutilmente en esa burbuja sin oxigeno que lo guardaba todo el año. En la trasera caía un suntuoso manto que casi rozaba el suelo.
Con los ojos muy abiertos, alumbrados por tan enorme tesoro, exclamó nuestra protagonista.
-Por Dios, qué trono más bonito.
-Señora, disculpe, no es un trono, es un paso de palio. Debe tener cuidado con su vocabulario. Una camarera mayor, aun en proceso de nombramiento, debe medir sus palabras para no ofender ni irritar a nadie, y mantener siempre un estado de quietud y sobriedad, lejos de sentimentalismos ante las otras camareras y el resto del pueblo, que es como decir el resto del mundo. Y recuerde, aunque en este joyel se eleve cada madrugada una Reina, no es trono, es paso. Trono es en otros sitios y ciudades costeras. Aquí, paso de palio. Recuérdelo. No lo olvide nunca.
Se oían ambos corazones en latidos incesantes. Ella, asustada. Doña Perpetua, vampirizando su inseguridad, se crecía en deleite varios centímetros como flotando por unos instantes. La cogió de la mano.
-Mire, señora, el manto más antiguo de la Virgen. Aún conserva el color de los cipreses del cementerio. Toque el bordado, levemente, sin romperlo. Note la frialdad del metal. Aquí todo es de calidad. Todo debe ser de calidad. Hay que luchar por ello, incluso morir por ello. Porque recuerde: por encima de todo está y estará siempre el Vero Icono. Por encima del tiempo, por encima de modas y modernidades, siempre la Legendaria, la Archicofradía que detiene los relojes porque tiene parado el tiempo. La que deja quieta la luna del Parasceve en el firmamento, la que evita, hasta no poder más, que surja el sol por el oriente. La camarera mayor lo aprendió muy bien porque ella era única, pura sangre del Vero Icono, con sus ochos apellidos auténticos, garantes de su linaje, y educada desde niña para esta misión en la que la colocó su destino. No lo olvide nunca. Aquí, porque no hay nada más que aquí, reina la Legendaria. Y debe estar orgullosa de haber recibido este privilegio, aunque en su ignorancia aún le cueste reconocerlo. Y debe hacer todo lo posible para sentir este orgullo, como orgullosa estaba ella.