Cual canto pastoril de amor idílico, los despachos de nuestras ínclitas autoridades están inundándose de misivas cofrades con el fin de invitarles a engrasar, desde ahora mismo, las muñecas con las que dar los gráciles toques de campana protocolarios. Inundados por el espíritu de la ínfula, de salir en la foto de portada con sus excelentísimas e ilustrísimas, los cofrades copian y pegan con esmero los textos con los que otorgarles el privilegio de alzar el martillo y pensar en ese momento en el que, como Cardenio con Luscinda, una su amor para siempre… mientras sean autoridades, claro.
Y es que la relación cofradías y política vive del silencio administrativo cuando hay voces que se alzan a favor de revisar si tanta corbata es necesaria justo detrás de los nazarenos. Incluso la manida «es que después nos ayudan mucho» se ha establecido como lema para justificar que sí, que mientras más concejales, presidentes de, representantes de, diputados en y consejeros delegados de, mejores cofrades seremos.
La política es un servicio público. Elegida y retirada (si se pierde la confianza) por los votantes. Es cierto que en muchas ocasiones colaboran con las cofradías con la cesión de bienes, pero su imagen sale reforzada en el ciento por el uno cada vez que aparecen en las demandadas fotografías donde caben todos a codazos. La proporción no va a estar nunca equilibrada en la balanza. ¿O hemos olvidado ya cómo se pusieron de perfil ante las protestas de los abonados en la última Semana Santa?
En ese espacio de honor me gustaría ver a los hermanos. A quienes han dado tanto por sus hermandades sin pedir nada a cambio (algunos sí, para qué engañarnos, pero una minoría), a cuantas personas han seguido pagando su cuota, han acudido a los cultos, han donado anónimamente porque no quieren que se sepa. Que un día cambie el sentido de los privilegios.