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El abrazo

Nada mejor que el regazo de una madre para entenderlo. Nada hay mejor que percibir el latido del corazón del ser querido para calmarnos en momentos de agitación, dudas, daño. Nada puede ser mejor que un abrazo que nos dé la calidez y la vida que se nos escapa día a día. Nada mejor para nunca restar amor, siempre sumar. Siempre.

Dos años se van a cumplir en estos días. Dos años en los que nos prohibieron los abrazos. Los abrazos se rompieron y aunque el estruendo fue enorme, no lo oímos de tanto miedo como teníamos. Los abrazos se esfumaron, como el humo desaparece. Los abrazos se murieron como si nunca hubiesen existido. Y dejó tal ausencia un rastro inmenso de pena y duelo que aún nos sobrecoge y nos llena de espanto. El mundo se escondió en lamentos disfrazados de aplausos que terminaban con un sabor amargo en el alma.

Al salir poco a poco de nuestros escondites, nos revistieron de mascarillas que ocultaron nuestras sonrisas. Nos dejaron solo libres los ojos, con los que desde entonces hemos intentado sonreír hasta reír para así parecer felices ante nuestros niños y padres ancianos. Y también disimulaban el surco de las lágrimas absorbidas por las fpp2. Fue tal la metamorfosis, más que una transfiguración, que al descubrirnos poco a poco, y al aire libre, dejamos ver que ya no somos los mismos porque ese muro que se levantó entre nosotros, qué difícil es aún de saltar, que complicado de derribar.

Se levantó esa maldita pared que separó tu vida y la mía, vuestra vida del yo y del nosotros. A una distancia mínima de metro y medio nos colocaron para evitar ese contacto humano tan necesario, tan calmativo. Dentro de ese espacio todo se llenó de desconfianza. Una desconfianza densa que impide hasta respirar a pleno corazón.

Al ser humano siempre se nos ha criticado por caminar a codazos para prosperar. A codazos nos hemos saludado torpemente para evitar, para bordear, para huir del peligro que suponía el abrazo.

¡Y eso de chocar los puños cerrados a modo de golpe, que duele más que sana! Las manos abiertas y entrelazadas y apretadas, los unos con los otros, creando cadenas de amor, fraternidad y amistad, también se eliminaron.

Se preguntaba Victor Manuel que “a dónde irán los besos que no damos” y yo desde ese triste 13 de marzo del 20, siempre estoy dudando que los abrazos evitados a dónde fueron.

Ese acunamiento de tres segundos mínimo, ese roce, ese lazo… ese sentirte querido, apoyado, calmado, comprendido, y a veces, incluso, sorprendido de amor desbordado. Se fue… Y aun volviendo poquito a poco, así como con timidez, nunca serán ya lo mismo. Los abrazos nunca serán iguales.

La humanidad necesita ser abrazada por la humanidad misma y toda ella por Dios. Si bien es cierto que el Señor nunca dejó de rodearnos de ternura, a veces en esta desolación, la que aún se arrastra hoy en día, los cristianos cofrades, los que siempre estamos dando la cara, los que somos estandartes del amor de Dios, tenemos que hacerlo visible aún más. Lo necesitamos.

Necesitamos ver, sentir, ¡qué sea como un clamor del cielo!, como el Señor, separa por un momento su brazo de la cruz y nos abraza. Como con ese leve roce de sus dedos al tocarnos nos alienta, nos colma, nos empuja suavemente a seguir andando por este camino de amarguras que es la vida. Como con ese leve gesto de dejar la cruz por un momento, nos alimenta, nos cura el alma y nos llena de inmensa alegría.

Nosotros debemos estar dispuestos, abiertos, preparados, atentos a recibir todo ese amor que el abrazo de Jesús Nazareno nos ofrece. Como la Madre, la resignada que siempre dijo sí, la que juntó sus manos para evitar romperse de dolor, la que recibió el abrazo sutil del hijo condenado a muerte caminando ya en agonía. Ante esa estampa santificadora de Cristo y la Virgen, debemos limpiarnos bien los ojos llenos de vaho y suciedad, y observar con el corazón para llenarnos de las renovadas esperanzas que siempre nos regala Dios. Tenemos que ver bien, con claridad, sin prejuicios y ser conscientes de que este incipiente nacimiento a una nueva era lo podemos vivir abrazados a nuestras cofradías y hermandades. Conscientes de que en todo este empezar de nuevo debemos estar y permanecer siempre entrelazados en el amor del Redentor que suelta por un momento la cruz para abrazarnos.

 

Salvador De los Reyes

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