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La marisabidilla

Todos hemos tenido en nuestro interior la semilla de la persona marisabidilla. Ese ser que de todo sabe, de todo opina, de todo dicta sentencia, de todo entiende. Nuestro comienzo como tal está en las sillas, allá por la Alameda, mientras pasaban las largas colas del Cautivo. Uno, incipiente persona marisabidilla, relataba historias y leyendas cofrades a los vecinos abonados. Mientras ellos, los maridos, fumaban sin parar y engullían los bocadillos de salchichón y la skol fresquita que vendía a gritos un señor cargado de bebidas en un cubo de plástico, ellas, las señoras que comían pipas sin parar, hacían corro como podían para oír tales historias. Sus caras embobadas, encantadas de escuchar a ese crío de poco más de 8 años que lo narraba todo con gran sentimiento. “Ay, hija, que pico tiene su niño”. Y uno, narrador de historias, mini trovador infantil, hacia esa cadencia estudiada ya, al relatar el milagro de la rosa, en el punto del relato exacto en el que ellas soltaban una lagrimita.

Hasta que, al año siguiente, a seis sillas más allá, floreció un nuevo niño, una nueva personita marisabidilla, que contaría nuevas historias, mientras me observaba con la mirada torcida. Se estableció en ese preciso momento el canon de la persona marisabidilla auténtica, la de verdad, la absoluta. Y las madres antes llenas de ternura y de lagrimita fácil, ahora mirarían con cierto y absoluto recelo a ese nuevo ser. La recién nacida marisabidilla hablaba también de bonitas leyendas de nuestra Semana Santa, pero recalcaba la palabra fantasía. “¡Qué rosa ni rosa, ni milagro, ni leyenda, ni Marifé, ni Ignacio Román ni nada! ¡Qué todo fue un invento (pedazo de ignorantes) del primo hermano de la cuñada de la suegra de mi tatarabuelo por parte de madre!”. Las señoras elevaban sus cejas pintadas hasta el nacimiento del pelo y se (re)volvían 45º en sus sillas para desahogarse de tal blasfemia al oído de sus maridos. Ellos ya habían terminado la quinta skol, estrujaban la lata socarrones, y mirando el pescuezo del niño, la tiraban con precisión en la bolsa del Pryca colgada en el respaldo de la silla.

Llegamos todas las personas marisabidillas a empezar a tener ahorrillos (ay, las abuelas generosas) y poco a poco empezamos a atesorar esos libros carísimos que a cuentagotas se publicaban en nuestra ciudad. ¡Pues se presentaba la criaturita marisabidilla en las sillas con los dos primeros tomos de Arguval para comparar los tronos de antaño con los actuales! “Si ya eran feos antes, mira, ahora, peor. Qué mala calidad. Para esto, los prefiero de claveles.” “En las flores no han cambiado nada, mira, siempre secas” “Uy, la que viste a la Virgen, qué mal, qué mal”. “Por Dios, la caída del manto… Está torcido como el año pasado, no tiene perdón el albacea”. Las señoras miraban estos detalles y no se daban cuenta de nada. Las flores las veían exuberantes, olorosas; la Virgen, guapísima, tan bien alumbrada con ese foco; y los mantos cada vez más largos y ricos. “No van a ser largos si un poco más y la Virgen se cae del trono de lo alejada que va del centro” “¿Ricos? Ricas están las rosquillas que hacen esas monjas, que es lo único que hacen bien, menos bordar”. Un marido, de traje oscuro de Jueves Santo, oyó un año como el niño-adolescente criticaba a la Virgen de su cabecera y le dijo que si a parte de su escasa educación había ido alguna vez a limpiar un candelabro a la cofradía. El padre, indignado, le contestó que su hijo era un cofrade intelectual. Casi salen volando las sillas de la que se lio. Gracias a que Gloria de Málaga, desde la tribunilla de atrás, lanzaba en ese preciso instante una saeta al aire (con un micro superpotente) y nadie de fuera de la gran familia que éramos los de las sillas, notó la trifulca ni el rosario de eufemismos con el que le pregonaron.

La marisabidilla iba creciendo. Se le veía con sus padres en presentaciones de carteles, sayas, revistas y libros. Ese niño se hacia muchacho y hombre, siempre con el gesto torcido de insatisfacción. “Vaya cartel, eso lo pinta mejor mi perra”. “La saya es de hilo entrefino, qué cutre”. “Qué rancios los canapés del Humero”.

La marisabidilla salió del corralito de las sillas justo el año que hizo la mili, y con otras personas marisabidillas que eran solo amiguis de temporada, comenzó a recorrer por su propio pie las iglesias con el suplemento cofrade del ABC dobladito bajo la axila y su jersey a modo de toca, sobre todo cuando se celebraban quinarios y besamanos. Entraba por un lado de la nave del templo, con la misa empezada por supuesto, y poniendo el dedo índice sobre la boca y el pulgar sobre la barbilla, empezaba a susurrar a su acompañante de turno, inocentes comentarios que oía hasta la señora mal del oído que se estaba confesando en la otra nave. “Pocas velas para este altar tan espacioso” “Cuántas velas, pero qué malas y qué humo negro” “Qué pocas flores, se lo gastarán todo en la copa de la casa hermandad tras la misa principal”. “Cuántas flores y eso que estamos en cuaresma, qué poca formación”. “El dosel le queda chato”.

Como no podría ser de otra manera, la marisabidilla sale del templo insatisfecha, con la cara de haber olido una rata muerta, y gritando, ya sin corte alguno, “¡Qué mal todo! ¡¡Qué basura!!”.

Nunca será una persona contenta, ni feliz, aunque lo parezca. Aunque siempre escuches su carcajada ahogada de fondo mientras entonan el Kirie. Nada le gusta, tampoco se esfuerza en ello, y ha creado su propio mundo de negatividad y critica autodestructiva. Es cierto que en el principio del critiqueo como la rodean otras aspirantes personas a marisabidilla mayor, siente ese placer adictivo que provoca la maldad, ese gusanillo de la risa disimulada pero que se note, ese abismo, ese vértigo que haces cosquillitas. Pero tras el clímax, y ya en la soledad de la casa y frente al espejo, oye esa voz al oído, quizá de la poca conciencia que le queda que le dice: “tú cada día estás más fatal”.

A la marisabidilla le van cayendo los años como a todas las criaturas del mundo. Y llega a esa casa vacía, cada vez más extenuada por haberse pateado toda la ciudad, del culto de ésta, al cartel de la otra, terminando en aquel alejado ensayo, tomándose después dos copitas con quien se tercie, invitado por supuesto porque, ¡oh, suerte la suya!, en ese bar recóndito de barrio no hay datáfono. En su camita nido de niño, esas color pino rodeada de estanterías celestes llenitas de libros, nazarenitos de escayola y de fotos de sus Vírgenes favoritas para el critiqueo, siente sinceramente su pozo oscuro de soledad y se le hace un nudo gordo que le impide coger el sueño. Pero su instinto de supervivencia le hace recordar con regocijo aquél sublime milagro, que solo contemplaron sus más intimas enemigas. Ese momento sobrenatural en el que la gran devoción mariana del mundo le dio un manotazo, sí, sí, con la mano que tallaron los ángeles, cuando él, marisabidilla mayor del reino, tras mucho rato mirándola en el besamanos, le dijo al de al lado: “Se le ve la venda”.

SALVADOR DE LOS REYES

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