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La piel

Entre todos los colores del mundo escogieron éste para mí. Y mira que hay colores en la paleta. Lo eligieron por buscar originalidad, por estar cerca del mar, para destacar entre la manifestación de fe que es la Semana Santa y con él resaltar, entre todos, como en un “aquí estoy yo” que es lo mismo que decir “aquí está, Málaga, mi hermandad y su barrio”. Entre el azul concepcionista y el verde esperanza, en ese punto exacto que no es ni un color ni el otro y que a la vez son los dos, ese fue el color con el que me bañaron y dieron luz, desde el boceto en el papel que, ilusionados, mandaron los enamorados de la Virgen a esa fabrica catalana donde la pericia textil, heredada de años, consiguieron el tono exacto que iba a ser  distintivo de mi hermandad y de mi barrio ante toda Málaga.

Mi tejido, mi color y mi forma, son el ser mismo de la cofradía a la que pertenezco y visto. Y no fui creada en terciopelo rico y suave que visten con riqueza elegantes hermandades, ni en raso para reflejar suntuosa la noche. No me gestaron en una rica tela porque tampoco fui un damasco en el que fueron tejidos sus hilos con elegante ornamentación,  ni un tisú como esas tunicas fascinantes de antaño, ni el ruán siempre dispuesto a ser ceñido por el esparto. Fui una tela pobre, un tergal pobre. Pero no por pobre fui menos suave aunque creo que la suavidad ya se la pusiste tú. Ni fui tratado con menos mimo, porque al llegar a la Hermandad, elevó el entusiasmo de la recién nacida realidad por tener ya la materia prima, la carne de lo que soy: la túnica de nazareno.

Y así surgí, del diseño al patrón, despiezada gozosamente por tijeras precisas y unidas las distintas partes con hilos llenos de amor. Y cuando fui vestida por primera vez ya me convertí en hábito, el que cubre la cotidianeidad del día a día y la transforma en el hoy santo, absoluto y definitivo. Desde el cuello hasta el talón y ceñida con recio cíngulo con el nudo siempre a la izquierda de la cintura. Y como corona del buen cofrade, el capirote, que forma también parte de mi yo. Es mi cabeza, mi eje, mi flecha que apunta al cielo. Es la altura necesaria para ser visto entre la multitud. Es mi forma de decir “vedme, estoy aquí en medio de la ciudad y soy un nazareno que sigue a Cristo bajo la mirada de la Virgen María. Miradme erguido como un junco flexible pero como una torre de piedra porque vengo gritando en silencio que vengo a compartir mi fe”.

El hábito que ya soy no te hace un ser anónimo del todo, pues caminas en nombre de Dios, pero te visto a ti en tu unicidad, en tu trascendentalidad. A la vez te hace un ser comunitario, pues te convierte en cofradía. Te despoja del yo egoísta, y te regala el nosotros. Te quita el ése y te otorga el todos. Te resta diferencias sociales, económicas, culturales, de género, para ser un simple miembro de la iglesia de Cristo que transita por las calles de la ciudad. Y tus ojos brillarán más que nunca pues, de nazareno, verás más allá que nunca. Verás tu interior, el interior de tu alma. Te reconciliarás contigo mismo. Y seas hombre o mujer, hoy, vestido de mí, serás un ser único, el que con los ojos irradiando luz podrás contemplar el mismo cielo.

Para ser más elegantes en la pobreza, para tener mas garbo y señorío, una mejor caída, unos mejores andares, para caminar por la calle siendo orgullo cofrade nazareno, me cubrieron con el complemento perfecto: La capa. Mi hábito con dos décadas de historia, pero eterno al ser heredero y garante de la centenaria tradición nazarena de nuestra ciudad, se cubre con capa blanca. Espuma que me abraza, esa capa es la que todo lo tapa: las vergüenzas, los odios, los temores, los sinsabores, los miedos, las alegrías, la felicidad, la gratitud, y todo lo bueno y malo del ser humano al que visto.  Esta capa también soy yo, con ese vuelo tan perfecto, que camino flotando por la calzada de la calle, y hace que ya todo yo me crea hábito elegante.

Esa elegancia que otorgo al nazareno se multiplica por cien, por mil, y se despliega como una plaga mística y beneficiosa por todos los pueblos y ciudades con la misma fe. Y aunque por desgracia se vaya diluyendo el peso del ser nazareno, del ser auténtico, del ser elegante, del ser yo, seguiré siendo hábito y piel de quienes queden para gritar en silencio “aquí estamos y creemos en Dios”.

Ay, cuantas cosas medito aquí en mi soledad de la casa hermandad cerrada de madrugada. Colgada en mi percha, tan limpia, tan reluciente en la oscuridad, tan cuidada por albaceas y camareras, me vuelvo de nuevo a dormir y sueño en qué poca cosa era en mi principio, un rulo de tela solamente. Y en cuánta vida me convertí en mi creación. Transformada en este azul de mar o el malva decadente; en un blanco brillante y cegador o el verde esperanza puro, que hasta de noche se ve verde; desde el rojo, sangre que nos da la vida, al celeste del cielo inmaculado; del burdeos sacramental al marrón de estameña carmelita; del dorado como el calor del sol al negro de la ausencia y del duelo; del morado de Jesús Nazareno.

Los hábitos somos diferentes, únicos, y a la par somos lo mismo, porque somos piel, la piel del cofrade. Somos la piel que cubre los cuerpos de esas almas penitentes. Somos la piel que nos hace a todos iguales. Somos la piel que emula la túnica que llevó Cristo, esa túnica sagrada sin costuras, irrompible, que nos transfigura y nos convierte en hombres y mujeres sobrenaturales, a un paso ya del cielo. Y me imagino entre sueños, en duermevela, yo simple hábito nazareno, al Señor predicando en el monte, irradiando luz y poder desde la cima. Y os veo a los cofrades siendo cumbre misma del sentir de quienes seguís a Jesús con el hábito talar que soy. Avanzando por las calles de la ciudad, silenciosos entre tanto jolgorio.

Somos los hábitos, piel, la piel del cofrade, la piel adherida a la misma piel. Con sentido absoluto de lo que somos. Somos espíritu, respiración, hálito de la tradición heredada por nuestros mayores, por los siglos de los siglos, en esta ciudad cada día más disfrazada, más transformada en lo que nunca fue, pero por desgracia ya condenada a ser otra para siempre. Somos religiosidad y sentimiento, ideas y formas de vida cada vez más arrinconadas en las familias, en los colegios, en los barrios, donde vestirse de nazareno ya no está de moda, pues ya no está de moda ni Dios.

En ese evento ciudadano más que va camino de convertirse nuestra Semana Santa, esta segunda piel que somos, a saber Dios dónde vamos a parar. Nosotras, las túnicas convertidas en hábitos de nazareno al revestiros a todos vosotros, y que aún muchas estamos colgadas en las perchas de la casa hermandad, somos la verdad y la protagonista de la fiesta sacra de la pasión, muerte y resurrección del Señor. No somos disfraces, no somos un juego, ni un complemento. Aunque la religiosidad popular libremente ya celebre la resurrección caminando por la vía sacra, no estamos hiladas ni confeccionadas para ser un juego, para figurar en un teatro, para ser mancillada entre empujones, ni abandonadas y olvidadas en las dependencias de la cofradía, entre olor de humedad y naftalina. Somos la mismísima piel de nuestra fe, la piel del Señor, la imagen y semejanza del amor de Dios que recorre en un mudo susurro nuestra ruidosa ciudad.

Cuídame, ciudad alborotada, tú que te llamas del Paraíso. Cuídame, vela por mí, y no me dejes colgada en mis sueños. Sácame, vísteme como orgullo de  los malagueños, pues ya antes cubrí y fui piel de vuestros padres y abuelos, que caminaron haciendo camino al Señor. ¡Víveme de verdad! Y en la hora postrera, en la del último suspiro, que tu carne, cofrade, se una por siempre a la piel que te ofrezco, y que en la soledad del sepulcro cerrado yo te acompañe hasta ese momento en que el Señor os llame de nuevo y os diga: “Vamos, venirse al cielo, cofrades, qué vosotros entráis en la gloria vestidos de nazareno”.

SALVADOR DE LOS REYES

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