“Que la vida iba en serio, uno lo empieza a comprender más tarde”, reza el poema de Jaime Gil de Biedma. Ahora que volvemos a la vida, parece que Raquel Espejo, Fran Moraleda y yo nos hemos puesto de acuerdo. Pero no: el tema central de esta columna está escogido desde el principio de la Cuaresma. Iría más allá, desde el 11 de enero, un martes que nunca olvidaré. Ese día dejaba de estar entre nosotros un hombre bueno. Abandonaba la vida que vemos para instalarse en el salón de los llamados: cerca, pero sin vernos. Era un martes, qué casualidad, el día que se iba.
El martes es el día de mi hermandad, La Sentencia. Es el día en el que la familia se une bajo la túnica y se prepara para ser y estar como penitentes. La vida va en serio. Va en serio porque él nos enseñó a vivirla en serio. Porque él nos enseñó a ser cofrades y porque él, desde unos valores cristianos especialmente marcados, nos mostró un camino. Cada uno lo tomó con sus curvas y sus desvíos, pero todos estamos ahí.
Pero, amigos, nunca puede faltar la alegría, su risa nerviosa siempre estará. Esa risa nerviosa que nos acompañó hasta aquel martes en que todo se paró. Pero sí, la vida sigue. Y tanto que sigue. Incluso con el ancla puesta en sus recuerdos, que se vuelven más reales y físicos en esta Cuaresma. Sigue porque la vida siempre se abre paso.
Un jueves de 2020 y un jueves de 2022, un día de esperanza, llegaban Aurora y Loyola. “Qué bonito: Aurora en Adviento y Loyola en Cuaresma, los dos momentos de preparación más importantes”, me decía mi mujer recordando la fortuna de poder disfrutar juntos del tesoro de sus vidas. La vida, más que nunca, va en serio.
Este Martes Santo mi hermandad no habrá perdido a un hermano. Ni mucho menos. Este Martes Santo la semilla que sembró aquel hombre bueno se habrá reproducido en sus nueve nietos. El Martes Santo, junto a los suyos, el cielo brillará un poco más.
Francisco Javier Cristófol Rodríguez