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Sarah, dulce, Sarah

Sarah, dulce, Sarah, como la canción. Sarah dulce frente al mar salado en una esquina de una playa de Marbella, una playa secreta, mirando las olas, unas olas de metal y espuma, unas olas que te dicen hola y que te invitan a coger la tabla, y a cabalgar sobre ellas. El cielo es un espejo y los recuerdos una cicatriz. Sarah soñando con tener un patrocinador y con volar otras olas en otro continente, en Australia, tal vez. Sarah soñando que está en los Juegos Olímpicos de 2032, en Brisbane, compitiendo, ganando, porque a Sarah le gusta ganar y le gusta soñar. Sarah sigue, sigue soñando.

Sarah Almagro es subcampeona del Mundo, otra dos veces bronce, y varias más la mejor de España en los Campeonatos de Surf Adaptado. Además, desde hace tiempo, da charlas y conferencias en cualquier lado y cuenta su historia. También lo hace en las redes, sobre todo en Tiktok, donde se ha convertido en una auténtica influencer. Se ríe. “No, no me considero influencer pero son muchos seguidores”, me dice, y en este momento, tachánnn, ya suma más de 800.000 seguidores y subiendo como en el marcador de un Casino de Las Vegas. No es la primera vez que nos vemos y que hablamos. Le pregunto: ¿qué tal?, y responde: “no me puedo quejar”, y caigo en la cuenta, al momento, de que tengo que escribir su historia, la historia de ese “no me puedo quejar”.

Porque Sarah no se queja, sonríe y sigue adelante. Su historia empezó con una meningitis meningocócica, muy chunga. “Empecé a encontrarme mal, con fiebre y vómitos”, me cuenta. Le diagnosticaron dos veces gastroenteritis, y las dos veces erraron; después le vino un shock multiorgánico y a la UCI donde tuvo que ser inducida al coma. Sobrevoló ocho paradas cardíacas. Tras una Gran Guerra Mundial, su cuerpo se tuvo que centrar en defender las partes vitales, lo que provocó que su sangre dejase de circular por sus manos y pies. A las pocas semanas, tuvieron que decidir la amputación de sus extremidades. “Cinco meses después, yo salí del hospital en una silla de ruedas, sin manos, sin pies, pesando 20 kilos menos y con una máquina de diálisis”, me cuenta sin dolor.

Contar la historia de Sarah no es contar una historia de pena ni miseria sino de superación y buenrrollo. Porque Sarah es el buenrrollo en persona. Nos hacemos una foto y me dice espera. Entonces levanta el dedo corazón de su prótesis, hace una peineta y mira a la cámara desafiante y sonriendo. “Ahora sí”, y nos hacemos la foto y nos reímos. Su madre fue clara y directa como solo lo saben ser las madres. Le dijo: “¿Tú crees que Stephen Hawking es un inútil?”. Ella estaba a punto de tirar la toalla. “Ya le había dicho a mi madre que no serviría para nada, que sería una inútil toda mi vida”, y añade, “aquello fue un jarro de agua fría”. Agua fría y el punto de reinicio, de ignición.

A partir de ahí, el agua. “Porque el agua, ¿es tu medio?”, le pregunto y ella contesta rápido como disparando: “sí, es el medio donde soy más libre porque no tengo ocho kilos de más”. Sale la Sarah práctica. Se refiere a los ocho kilos de las prótesis. A partir de ahí digo el agua, las playas, las olas, el surf… Nunca mejor dicho eso de “donde hay agua hay vida, y donde hay vida hay esperanza”. Volvió al surf, deporte que practicaba desde pequeña, y a las olas, a derechas y, luego mejor, a izquierdas, y los revolcones, y a levantarse otra vez, y otra, y luego los campeonatos, el reconocimiento, las entrevistas, Tiktok, los premios. Porque a Sarah no le gusta ser segunda, es muy competitiva. “¿A quién le gusta?”, me suelta y pienso en la gente a la que no le importa nada la victoria.

Le pregunto si, a mi edad, sería capaz de aprender a hacer surf, nostalgia de lo que no he sido, y ella no duda. “Clarooo”. Sarah no necesitaría contestar. Es el ejemplo perfecto de que a pesar de las dificultades se puede, pero SE PUEDE con mayúsculas. Sarah demuestra que se puede todos los días. Hace una vida independiente, como cualquier mujer de su edad. Va a la Facultad de Derecho, “la Dificultad de Derecho”, le digo y volvemos a reír, y ella añade, “claro, si no te dejas alguna siempre, no eres una universitaria de verdad”. Incluso, con las prótesis, ya es capaz de “casi todo”, se ata los zapatos y coge patatas fritas. Genial y sigue adelante: con las clases, el surf, las charlas, las redes, la vida… Una vida bien jodida, que quede claro que no le añadimos edulcorante al tema, pero una vida.

Una vida con más intervenciones quirúrgicas que años y con más ganas de seguir adelante que nadie, de vivir a tope, de vivir. Me despido de Sarah: “Entonces, ¿no me dirás la playa secreta de Marbella en la que entrenas?”. Y Sarah mueve la cabeza, negando, y pienso en esa playa como un misterio y una salida de emergencia y un secreto. Sarah allí, en esa esquina de esa playa de Marbella a punto de coger la tabla, de nuevo, y volar, otra vez, sobre el mar de metal y espuma, bajo un cielo que es un espejo, pensando que una ola no puede explicar todo el mar, que los recuerdos son una cicatriz y que, definitivamente, no se puede quejar. “No, no me puedo quejar”. Sarah, dulce, Sarah, como la canción.

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